viernes, 28 de marzo de 2014

LEOPOLDO MARÍA PANERO EN RETRATO CON FONDO ROJO. / Jesús Felipe Martínez






Efectivamente al llegar a la cafetería Ramiro se despidió deseándome suerte con una sonrisa socarrona. Nos sentamos en una mesa del fondo, lejos del parloteo de cuatro señoras bien provistas de tazas de chocolate humeante y mojicones dorados. Tras pedir dos cafés con leche, José me preguntó si había oído hablar de “Las tertulias culturales”. Cuando vio mi cara de desconcierto se echó a reír y me explicó que no se refería a las estudiadas en Literatura ni a las reuniones de viejos en un café, sino a reuniones de jóvenes con inquietudes culturales y políticas, “vamos de muchachos de 6º de bachillerato y Preu que quieren informarse y discutir de temas de actualidad como hacemos en la Universidad… Sí, lo has dicho muy bien. Una especie de Preuniversitario, pero cultural y político”. Luego me explicó que, dada la falta de libertad en España, se corrían pequeños riesgos por lo cual había que extremar las precauciones: No hablar con nadie de estas reuniones, tener mucho cuidado de dónde nos reuníamos, hablar bajo pero de forma natural para no levantar sospechas, no apuntar ni nombres ni teléfonos ni nada que pudiera servir para delatarnos a nosotros o a otros… Llegado este punto y viendo alguna expresión de temor en mi cara, me tranquilizó diciendo que no fuese a pensar que me podían meter en la cárcel ni nada por el estilo, no cometíamos ningún delito, solo que estas cosas no le hacían mucha gracia al Régimen y la Brigada Político Social podría asustarnos pidiéndonos la documentación o con alguna amenaza. Nada importante. Luego me dio una hoja mecanografiada explicándome que se trataba de los estatutos de estas Tertulias, que los leyera y estudiara con detenimiento y luego rompiera o quemara la hoja y que si estaba de acuerdo con entrar en las Tertulias llamase por teléfono al día siguiente a Leopoldo María Panero, “sí, el hijo del poeta, busca el número en la guía, en la calle Ibiza, él te informara de todo. Bueno, tengo que irme. Encantado y piénsatelo bien, es una oportunidad importante para formarte políticamente y conocer gente interesante.”
Se levantó sin darme opción a acompañarle, pagó los cafés y se marchó dejándome bastante confuso. Con un poco más de experiencia habría comprendido que este joven supuestamente llamado José correspondía al arquetipo de militante, en este caso de las Juventudes Comunistas. Pero entonces nada de esto sabía ni muchos menos que las “tertulias” no eran sino la manera de plasmar en el bachillerato la consigna de extender la influencia del Partido a sectores cada vez más amplios de la sociedad, de utilizar _o crear_ plataformas legales o semilegales donde formar demócratas o futuros militantes.


No mucha más información de la que me había dado José se desprendía de la lectura de los estatutos. Se insistía en los fines de ampliar los horizontes culturales, del debate democrático y libre, en compromisos de seriedad, respeto de las opiniones contrarias, precauciones necesarias… Así que rompí la hoja, tiré los pedacitos al retrete y salí de la cafetería con la decisión de buscar el teléfono en la guía nada más llegar a casa para llamar a Leopoldo Panero. Este era otro hecho que me desconcertaba de mi experiencia en Madrid: de los tres chicos comprometidos que había conocido hasta ahora, dos eran hijos de personas de derechas: Luis Emilio de un policía, y este tertuliano de un famoso poeta falangista…
Como el chirimiri se iba volviendo en lluvia y no llevaba paraguas, hoy no podría llegar andando hasta Bilbao para, en la confitería de la plaza, comprar la deliciosa bamba de nata para mi merienda y coger allí el metro directo hasta Estrecho.

Las tertulias
 Leopoldo me había citado el domingo a la salida del metro de Ventura Rodríguez diciéndome que lo reconocería fácilmente porque vestiría un traje negro y llevaría el Ya en la mano en forma de cucurucho.
Y allí estaba a las seis de la tarde. Perfectamente atildado con su traje, corbata y chaleco incluidos. Ignoro qué le movía a vestir de oscuro a pesar de ser muy delgado, incluso más que yo. Su sonrisa era de las más acogedoras que he conocido, y hasta sus palabras burlonas referidas a mi aspecto infantil adquirían un sentido cariñoso. Además de sus continuas gesticulaciones con la mano derecha armada con el Ya me sorprendió el tono de su voz, entre gangoso, engolado y amanerado, como si necesitase silabear las palabras, siendo una persona sencilla y sin recovecos.



Todo el camino hasta el lugar de la cita fue interrogándome sobre mi vida y milagros sin perder la ocasión de hacer afables bromas a mi costa y con esa peculiar característica de su personalidad: el contraste entre el tono burlón de sus palabras y la tristeza desasosegada y profunda de su mirada. En todo el tiempo que traté a Panero siempre tuve la impresión de que culpaba a la vida de algo de lo cual no estaba muy seguro.
El lugar de ésta y de la mayoría de nuestras citas se situaba en el café Viena, en la calle de Luisa Fernanda, uno de esos cafés creados al rebufo del Modernismo en todas las ciudades importantes europeas, donde se seguirían sentando las siguientes generaciones de aspirantes a escritores, artistas o políticos.
Los nuestros, los de nuestra tertulia ya aposentados detrás de sus cafés con leche, eran tres, obviamente sin contarnos a Leopoldo y a mí. Con uno de ellos coincidí pocas veces. Creo que se llamaba Diego y sólo recuerdo que participaba poco en las discusiones, salvo cuando salía algo relacionado con el cine, tema en el que era un verdadero pozo de sabiduría. ( Más adelante aprendería que podía haber dos personas más documentadas en todo lo relacionado con el Séptimo arte: mi hermano Antonio y Carlos Álvarez). Al finalizar una de las sesiones en que coincidimos Diego y yo fuimos andando hasta Sol para tomar allí el metro. Durante el camino le conté que yo también era socio de la filmoteca e iba al teatro Beatriz con mis hermanos algunas noches. Y nos enredamos _sobre todo él_ en las maravillas que habíamos visto del expresionismo alemán, por no hablar de El acorazado Potenkin, o de Octubre… Menos acordes estuvimos en la valoración de El nacimiento de una nación de Griffith. Mis acusaciones de racismo y antesala del nazismo pronto naufragaron ante la marea de datos técnicos sobre planos, encuadres, montajes paralelos, profundidades de campo, retrospectivas y no recuerdo cuántas virtudes más que habían sentado las bases del cine moderno. De lo que sí me acuerdo es de la comparación que hizo con la Ilíada y la Odisea, de lo absurdo que sería condenar estas obras por clasistas o machistas. Como habíamos llegado a la Puerta del Sol y yo tampoco estaba muy seguro de mis argumentos, no hablé de ideologías de clase, dominantes o exclusivas. Creo que después de esta charla no volví a coincidir con este compañero tan interesante.
Con quienes sí tuve más contacto tanto en otras tertulias como en mi posterior faceta universitaria fue con la pareja que acompañaba a nuestro crítico cinematográfico. Con Leopoldo Lovelace muy ocasionalmente después del Preu, por cuanto él estudió Económicas. En dos o tres ocasiones coincidimos en casa de unos amigos comunes, Esther Manzano y Juan José Aparicio, a quienes luego me referiré y creo que también en alguna reunión política. Más significativa fue mi relación con Susana López, porque ella sí estudio Filosofía y Letras y, sobre todo, porque era la responsable política del PCE de esta facultad y nos encontrábamaos tanto en reuniones de célula como de comité.
Volviendo a mi toma de contacto con la tertulia del café Viena, mi recuerdo más nítido es el de sentirme como gallina en corral ajeno hasta el punto de que, a los cinco minutos, estuve a punto de levantarme y despedirme con cualquier excusa para no volver más. Creo que Panero se percató de ello, me sonrió y nos hizo reparar en un par de señores con sombrero, sentados en la mesa de enfrente planteándonos cuál de los dos suponía la reencarnación de don Antonio Machado. Y la verdad es que ambos se parecían bastante a la foto del poeta sevillano del libro de Literatura de este año.
Seguramente esta broma me relajó y me hizo abstraerme un poco de la discusión sobre no sé qué resolución de las Naciones Unidas, y reparar en el establecimiento. Todo aquel ambiente me causaba una sensación de admiración, respeto y melancolía que me hacía recordar la experimentada años atrás en la catedral de Jaén cuando fui a examinarme de la beca. Tal vez porque ahora también me estaba examinando de algo mucho más inconcreto. Los mármoles jaspeados de las mesas, la blancura de las paredes a juego con las chaquetillas de los camareros, los biombos y alacenas con celosías separando ambientes, los espejos, las vitrinas repletas de licores exóticos en botellas de fantasía, las conversaciones casi reducidas a susurros hasta el punto que, a veces, llegaba la voz lejana de la radio dando cuenta de algún partido de fútbol, todo ello me acoquinaba tanto como estos chicos tan sabios, especialmente Lovelace, que intercalaba continuamente citas en su discurso. Quien no tuvo muchos reparos para levantarse fue Diego, saludándonos educadamente y excusando su partida con algún pretexto vulgar.
Susana López y Leopoldo Lovelace discutían sobre algo de lo que yo tenía tan poca idea como interés: la conveniencia o no de la independencia de Rhodesia. Leopoldo se mostraba apasionado defensor de los ingleses leyendo datos y cifras de una revista que esgrimía como la Biblia. Susana escuchaba en silencio estas parrafadas que el otro iba leyendo no muy fluidamente y lo miraba desde la claridad acerada de sus ojos, fría y burlonamente. Las réplicas sentenciosas de Susana a quien años después sería su marido estaban llenas de ironía: “Los ingleses, líderes del antirracismo. Todos lo sabemos. La historia también”.



Panero parecía entretenido con minucias relacionadas con colocar la cucharilla sobre la taza en distintos equilibrios o con los parroquianos que entraban y salían. En un momento determinado debió de enfadarse porque dijo con voz profunda que eso no era sino las contradicciones del capitalismo, las mismas por las cuales venían dándose de hostias desde el Renacimiento. Luego se puso a hablar conmigo de algo y, de improviso, nos interrumpió un personaje entrañable.


Retrato con fondo rojo. Jesús Felipe Martínez.
Edit Caballo de Troya 2013



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